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Capítulo VII

de «córnea, córnea opaca, esclerótica, facies»; después

le preguntó en un tono paternal.

—¿Hace mucho tiempo, amigo mío, que tienes

esa espantosa enfermedad? En lugar de emborracharte

en la taberna más te valdría seguir un régimen.

Le aconsejaba que tomase buen vino, buena

cerveza, buenos asados. El ciego continuaba su

canción; por otra parte, parecía casi idiota. Por fin,

el señor Homais abrió la bolsa.

—Toma, ahí tienes un sueldo, devuélveme dos

ochavos; no olvides mis consejos, te encontrarás

mucho mejor.

Hivert se permitió en voz alta expresar dudas

sobre su eficacia. Pero el boticario certificó que

le curaría él mismo con una pomada antiflogística

compuesta por él, y le dio sus señas:

—Señor Homais, cerca del mercado, suficientemente

conocido.

—Bueno, en premio —dijo Hivert—, vas a hacernos

la comedia.

El ciego se desplomó sobre sus piernas, y

echando hacia atrás la cabeza al tiempo que giraba

sus ojos verdosos y sacaba la lengua, se frotaba

el estómago con las dos manos, mientras que daba

una especie de aullido sordo, como un perro hambriento.

Emma, llena de asco, le envió por encima

del hombro una moneda de cinco francos. Era toda

su fortuna. Le parecía hermoso arrojarla así.

Ya el coche había arrancado de nuevo cuando

de pronto el señor Homais se asomó a la ventanilla

y gritó:

—Nada de farináceos ni de lacticinios. Ropa

interior de lana y vapores de bayas de enebro en las

partes enfermas.

El espectáculo de los objetos conocidos que

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