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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Madame Bovary

hasta el río.

El agua discurría mansamente, rápida y aparentemente

fría; grandes hierbas delgadas se curvaban

juntas encima, siguiendo la corriente que las

empujaba, y como verdes cabelleras abandonadas

se extendían en su limpidez. A veces, en la punta

de los juncos o sobre la hoja de los nenúfares caminaba

o se posaba un insecto de patas finas. El

sol atravesaba con un rayo las pequeñas pompas

azules de las olas que se sucedían rompiéndose; los

viejos sauces podados reflejaban en el agua su corteza

gris. Más allá, todo alrededor, la pradera parecía

vacía.

Era la hora de la comida en las granjas, y la

joven y su acompañante no oían al caminar más

que la cadencia de sus pasos sobre la tierra del sendero,

las palabras que se decían y el roce del vestido

de Emma que se propagaba alrededor de ella. Las

tapias de las huertas, rematadas en sus albardillas

con trozos de botellas, estaban calientes como el

acristalado de un invernadero. En los ladrillos habían

crecido unos rabanillos, y con la punta de su

sombrilla abierta, Madame Bovary, al pasar, hacía

desgranar en polvo amarillo un poco de sus flores

marchitas o alguna rama de madreselvas o de clemátide

que colgaban hacia afuera y se arrastraban

un momento sobre el vestido de seda enredándose

en los flecos.

Hablaban de una compañía de bailarines españoles

que iba a actuar en breve en el teatro de

Rouen.

—¿Irá usted? — le preguntó ella.

—Si puedo —contestó él.

¿No tenían otra cosa qué decirse? Sus ojos,

sin embargo, estaban llenos de una conversación

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