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Capítulo XII

entonces hacia su mujer y la conjuró a que cediera;

se puso de rodillas; ella acabó respondiendo.

—¡Ea!, ya voy.

En efecto, tendió la mano a su suegra con una

dignidad de marquesa, diciéndole:

—¡Dispénseme, señora!

Después, vuelta a su habitación, se echó en

cama boca abajo, y lloró como una niña, con la cabeza

hundida en la almohada.

Habían convenido ella y Rodolfo, que en caso

de que aconteciese algo extraordinario, ella ataría

a la persiana un papelito blanco mojado, para que,

si por casualidad él se encontraba en Yonville, acudiera

a la callejuela, detrás de la casa. Emma hizo

la señal; llevaba esperando tres cuartos de hora,

cuando de pronto vio a Rodolfo en la esquina del

mercado. Estuvo tentada de abrir la ventana para

llamarle; pero él ya había desaparecido.

Emma volvió a sumirse en la desesperación.

Sin embargo, pronto le pareció que caminaban

por la acera. Era él, sin duda; bajó la escalera,

atravesó el patio. Allí, fuera, estaba Rodolfo. Emma

se echó en sus brazos.

—¡Ten cuidado! —dijo él.

—¡Ah!, ¡si supieras! —replicó ella.

Y empezó a contarle todo, deprisa, sin orden,

exagerando los hechos, inventando varios y prodigando

tanto los paréntesis que él no entendía nada.

—¡Vamos!, ¡pobre ángel mío, ánimo, consuélate,

paciencia!

—Pero hace cuatro años que aguanto y que

sufro... Un amor como el nuestro tendrá que confesarse

a la faz del cielo: ¡todos son a torturarme! ¡No

aguanto más! ¡Sálvame!

Y se apretaba contra Rodolfo; sus ojos, llenos

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