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Capítulo X

el dedo al boticario.

Pero Binet, absorto por completo en la lectura

de la suma, no había oído nada probablemente.

Por fin, salió. Entonces Emma, ya liberada, suspiró

hondamente.

—¡Qué fuerte respira! —dijo la señora Homais.

—¡Ah!, es que hace un poco de calor—respondió

ella.

Al día siguiente pensaron en organizar sus

citas; Emma quería sobornar a su criada con un

regalo; pero habría sido mejor descubrir en Yonville

alguna casa discreta. Rodolfo prometió buscar una.

Durante todo el invierno, tres o cuatro veces

por semana, de noche cerrada, él llegaba a la huerta.

Emma, con toda intención, había retirado la llave

de la barrera que Carlos creyó perdida.

Para avisarla, Rodolfo tiraba a la persiana un

puñado de arena. Ella se levantaba sobresaltada;

pero a veces tenía que esperar, pues Carlos tenía

la manía de charlar al lado del fuego y no acababa

nunca. Ella se consumía de impaciencia; si sus

ojos hubieran podido le habría hecho saltar por

las ventanas. Por fin, comenzaba su aseo nocturno;

después, tomaba un libro y seguía leyendo muy

tranquilamente, como si la lectura la entretuviese.

Pero Carlos, que estaba en la cama, la llamaba para

acostarse.

—Emma, ven — le decía—, es hora.

—¡Sí, ya voy! —respondía ella.

Entretanto como las velas le deslumbraban,

él se volvía hacia la pared y se quedaba dormido.

Ella se escapaba conteniendo la respiración, sonriente,

palpitante, sin vestirse.

Rodolfo llevaba un gran abrigo; la envolvía

por completo, y, pasándole el brazo por la cintura,

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