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Madame Bovary

Pero él se quedaba de pie, con las manos colgando

y los ojos abiertos como prendido entre los

hilos innumerables de un súbito ensueño.

La jornada del día siguiente era espantosa, y

las que seguían eran más intolerables todavía por

la impaciencia que tenía Emma de recobrar su felicidad,

codicia áspera, inflamada de imágenes conocidas,

y que, al séptimo día, resplandecía sin trabas

en las caricias de León. Los ardores de éste se ocultaban

bajo expansiones de asombro y de reconocimiento.

Emma saboreaba aquel amor de una manera

discreta y absorta, lo cuidaba por medio de todos

los artificios de su ternura y temblaba un poco ante

el miedo de perderlo más adelante.

A menudo ella le decía, con dulce voz melancólica:

—¡Ah!, tú me dejarás..., te cansarás..., serás

como los otros.

Él preguntaba:

—¿Qué otros?

—Pues los hombres, en fin —respondía ella.

Después añadía rechazándole con un gesto

lánguido:

—Sois todos unos infames.

Un día que filosofaban sobre desilusiones terrestres,

ella llegó a decir, para poner a prueba sus

celos o quizás cediendo a una necesidad de expansión

demasiado fuerte, que en otro tiempo, antes de

él, ella había amado a alguien, «no como a ti», replicó

rápidamente, jurando por su hija «que no había

pasado nada».

El joven la creyó y, sin embargo, la interrogó

para saber lo que hacía aquel hombre.

—Era capitán de barco, querido.

¿No era esto prevenir toda averiguación y, al

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