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Capítulo VII

de su fortuna, pues había cien medios muy cómodos,

incluso para una dama, de hacer producir su

dinero. En las turberas de Grumesnil o en los terrenos

de El Havre habrían podido hacer, casi seguro,

excelentes especulaciones; y la dejó consumirse de

rabia ante la idea de las sumas fantásticas que sin

duda podría haber ganado.

—¿Por qué —preguntó el notario— no ha venido

a verme?

—No sé muy bien —dijo ella.

—¿Por qué, eh?... ¿Le daba miedo?

—¡Soy yo, por el contrario, quien debería quejarse!

¡Si apenas nos conocemos! Sin embargo, le tengo

mucho afecto; ¿ya no lo pone en duda, supongo?

Alargó su mano, tomó la de Emma, la cubrió

con un beso voraz, después la puso sobre su rodilla;

y jugaba con sus dedos delicadamente, diciéndole

mil piropos. Su voz sosa susurraba como un arroyo

que corre, una chispa brotaba de su pupila a través

del reflejo de sus lentes, y sus manos se adentraban

en la manga de Emma para palparle el brazo. Emma

sentía en su mejilla el aliento de una respiración jadeante.

Aquel hombre la molestaba horriblemente.

Se levantó de un salto y le dijo:

—Señor, estoy esperando.

—¿Qué? —dijo el notario, que de pronto se

volvió extremadamente pálido:

—Ese dinero.

—Pero...

Después, cediendo a la irrupción de un deseo

demasiado fuerte:

—Bueno, pues sí.

Se arrastraba de rodillas hacia ella, sin pensar

en su bata de casa. —Por favor, quédese, ¡la

quiero! La cogió por la cintura.

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