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Capítulo VI

da, y con las dos grandes manos entreabiertas hacia

afuera.

Después, giró rápidamente sobre sus talones,

rígido como una estatua sobre su soporte, y se encaminó

hacia su casa. Pero le llegaban todavía al

oído y le seguían la gruesa voz del cura y las claras

voces de los chiquillos.

—¿Sois cristianos?

—Sí, soy cristiano.

—¿Qué es un cristiano?

—Es aquel que, estando bautizado..., bautizado...,

bautizado.

Emma subió los peldaños de la escalera, y

cuando llegó a su habitación, se dejó caer en un sillón.

La luz blanquecina de los cristales bajaba

suavemente con ondulaciones. Los muebles en su

sitio parecían haberse vuelto más inmóviles y perdidos

en la sombra como en un océano tenebroso. La

chimenea estaba apagada, el péndulo seguía oscilando,

y Emma se quedaba pasmada ante la calma

de las cosas, mientras que dentro de ella se producían

tantas conmociones. Pero entre la ventana y

la mesa de labor estaba la pequeña Berta, tambaleándose

sobre sus botines de punto y tratando de

acercarse a su madre para cogerle las cintas de su

delantal.

—¡Déjame! — le dijo apartándola con la mano.

La niña se acercó todavía más a sus rodillas

y apoyando en ellas sus brazos, la miraba con sus

grandes ojos azules mientras que un hilo de saliva

pura caía de su labio sobre el delantal de seda.

—¡Déjame! —repitió Emma muy enfadada.

Su cara asustó a la niña, que empezó a gritar.

—Bueno, ¡déjame ya! — le dijo, empujándola

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