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Madame Bovary

Era el capitán Binet al acecho de los patos

salvajes.

—¡Tenía usted que haber hablado de lejos! —

exclamó él—. Cuando se ve una escopeta siempre

hay que avisar.

El recaudador con esto trataba de disimular

el miedo que acababa de pasar; pues como una orden

gubernativa prohibía cazar patos si no era en

barca, el señor Binet, a pesar de su respeto a las

leyes, se encontraba en infracción. Por eso a cada

instante le parecía oír los pasos del guarda rural.

Pero esta preocupación excitaba su placer, y, completamente

solo en su tonel, se congratulaba de su

felicidad y de su malicia.

Al ver a Emma, pareció aliviado de un gran

peso, y enseguida entabló conversación:

—No hace calor que digamos, ¡pica!

Emma no contestó nada. Binet continuó:

—¿Ha salido usted muy temprano?

—Sí —dijo ella balbuceando—; vengo de casa

de la nodriza que cría a mi hija.

—¡Ah!, ¡muy bien!, ¡muy bien! Yo, tal como

me ve, desde el amanecer estoy aquí; pero el tiempo

está tan sucio que a menos de tener la caza justo en

la misma punta de la nariz...

—Buenas noches, señor Binet — interrumpió

ella dando media vuelta.

—Servidor, señora —respondió él en tono

seco.

—Y volvió a su tonel.

Emma se arrepintió de haber dejado tan

bruscamente al recaudador. Sin duda, él iba a hacer

conjeturas desfavorables. El cuento de la nodriza

era la peor excusa, pues todo el mundo sabía

bien en Yonville que la pequeña Bovary desde hacía

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