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Capítulo X

algo que decirle; pero ahora...

Después, con un largo gemido que le levantó

todo el pecho:

—¡Ah!, para mí se acabó todo. ¡Ya ve usted!

He visto morir a mi mujer..., después a mi hijo..., y

ahora, hoy, a mi hija.

Quiso volverse enseguida a Les Bertaux diciendo

que no podría dormir en aquella casa.

Ni siquiera quiso ver a su nieta.

—¡No!, ¡no!, sería una despedida demasiado

dolorosa. Pero le dará muchos besos.

¡Adiós!, ¡usted es un buen muchacho! Y, además,

jamás olvidaré esto — dijo golpeándose el muslo—;

no se preocupe, seguirá recibiendo su pavo.

Pero cuando llegó al alto de la cuesta volvió

su mirada como antaño la había vuelto en el camino

de San Víctor, al separarse de ella. Las ventanas

del pueblo estaban todas resplandecientes bajo los

rayos oblicuos del sol que se ponía en la pradera. Se

puso la mano ante los ojos y percibió en el horizonte

un cercado de tapias donde había unos bosquecillos

de árboles negros diseminados entre piedras blancas,

después continuó su camino a trote corto, pues

su caballo cojeaba.

Aquella noche Carlos y su madre, a pesar del

cansancio, se quedaron mucho tiempo hablando

juntos. Hablaron de los días pasados y del porvenir.

Ella vendría a vivir a Yonville, regiría la casa, ya no

se separarían. Estuvo hábil y cariñosa, alegrándose

interiormente de recuperar un afecto que se le

escapaba desde hacía tantos años. Dieron las doce.

El pueblo, como de costumbre, estaba en silencio, y

Carlos, despierto, seguía pensando en ella.

Rodolfo, que para distraerse había pateado el

bosque todo el día, dormía tranquilamente en su

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