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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Madame Bovary

en una salita, cerca de la cocina, para que al menos

tuviese alguna distracción. Pero el recaudador, que

cenaba allí todas las noches, se quejó amargamente

de semejante vecindad. Entonces trasladaron a Hipólito

a la sala de billar. Y allí estaba, gimiendo bajo

sus gruesas mantas, pálido, la barba crecida, los

ojos hundidos, volviendo de vez en cuando su cabeza

sudorosa sobre la sucia almohada donde se posaban

las moscas. La señora Bovary venía a verle. Le

traía lienzos para sus cataplasmas, y le consolaba,

le animaba. Por lo demás, no le faltaba compañía,

sobre todo, los días de mercado, cuando los campesinos

alrededor de él empujaban las bolas de billar,

esgrimían los tacos, fumaban, bebían, cantaban,

bailaban.

—¿Cómo estás? —le decían golpeándole la

espalda—. ¡Ah!; parece que no las tienes todas contigo,

pero tú tienes la culpa. Había que hacer esto,

hacer aquello.

Y le contaban casos de personas que se habían

curado totalmente con otros remedios distintos

de los suyos; después, para consolarle, añadían:

—Es que lo escuchas demasiado, ¡levántate

ya!

—Te cuidas como un rey. ¡Ah!, eso no tiene

importancia, ¡viejo farsante!, ¡pero no hueles bien!

La gangrena, en efecto, avanzaba deprisa. A

Bovary aquello le ponía enfermo. Venía a todas horas,

a cada instante. Hipólito lo miraba con los ojos

llenos de espanto y balbuceaba sollozando:

—¿Cuándo estaré curado? ¡Ah!, ¡sálveme! ...,

¡qué desgraciado soy!, ¡qué desgraciado soy!

Y el médico se iba, recomendándole siempre

la dieta.

—No le hagas caso, hijo mío —replicaba la se-

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