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Madame Bovary

la noche, cinco o seis hombres, siempre los mismos,

se quedaban jugando al chito delante de la puerta

principal de la posada.

El invierno fue frío. Todas las mañanas los

cristales estaban llenos de escarcha, y la luz, blanquecina

a través de ellos, como a través de cristales

esmerilados, a veces no variaba en todo el día.

Desde las cuatro de la tarde había que encender la

lámpara.

Los días que hacía bueno bajaba a la huerta.

El rocío había dejado sobre las coles encajes de plata

con largos hilos claros que se extendían de una a

otra. No se oían los pájaros, todo parecía dormir, la

espaldera cubierta de paja y la parra como una gran

serpiente enferma bajo la albardilla de la pared,

donde acercándose se veían arrastrarse cochinillas

de numerosas patas. En las piceas cerca del seto, el

cura en tricornio que leía su breviario había perdido

el pie derecho a incluso el yeso, desconchándose con

la helada, y ésta le había dejado la cara cubierta de

manchas blancas.

Después volvía a subir, cerraba la puerta, esparcía

las brasas y, desfalleciendo al calor del fuego,

sentía venírsele encima un aburrimiento mayor. De

buena gana hubiera bajado a charlar con la muchacha,

pero un cierto pudor se lo impedía.

Todos los días a la misma hora el maestro de

escuela, con su gorro de seda negro, abría los postigos

de su casa y pasaba el guarda rural con su

sable sobre la blusa. Por la noche y por la mañana,

los caballos de la posta, de tres en tres, atravesaban

la calle para ir a beber a la charca. De vez en cuando,

la puerta de una taberna hacía sonar su campanilla,

y cuando hacía viento se oían tintinear sobre

sus dos vástagos las pequeñas bacías de cobre

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