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Madame Bovary

Un cuarto de hora después, Carlos añadió.

—¿Y mi pobre madre?..., ¿qué va a ser de ella

ahora?

Emma hizo un gesto de ignorancia.

Viéndola tan taciturna, Carlos la suponía

afligida y se esforzaba por no decirle nada para no

avivar aquel dolor que la conmovía. Sin embargo,

olvidándose del suyo propio:

—¿Te divertiste mucho ayer? — le preguntó.

—Sí.

Cuando quitaron el mantel, Bovary no se levantó,

Emma tampoco; y a medida que ella lo miraba,

la monotonía de aquel espectáculo desterraba

poco a poco de su corazón todo sentimiento de

compasión. Carlos le parecía endeble, flaco, nulo, en

fin un pobre hombre en todos los aspectos. ¿Cómo

deshacerse de él? ¡Qué interminable noche! Algo la

dejaba estupefacta como si un vapor de opio la abotargara.

Oyeron en el vestíbulo el ruido seco de un

palo sobre las tablas. Era Hipólito que traía el equipaje

de la señora. Para descargarlo, describió penosamente

un cuarto de círculo con su pierna de

madera.

—¡Ya ni siquiera piensa! —se decía ella mirando

al pobre diablo de cuya roja pelambrera chorreaba

el sudor.

Bovary buscaba un ochavo en el fondo de

su bolsa sin parecer comprender todo lo que había

para él de humillación sólo con la presencia de este

hombre que permanecía allí, como el reproche personificado

de su incurable ineptitud.

—¡Vaya!, ¡qué bonito ramillete tienes! —dijo al

ver en la chimenea las violetas de León.

—Sí —dijo Emma con indiferencia—; se lo he

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