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Madame Bovary

Y, mientras que cerraba su caja, hablaba de

este modo sobre la clientela del médico.

—Sin duda, es el tiempo —dijo mirando los

cristales con una cara de mal humor— la causa de

estas enfermedades. Tampoco yo me encuentro bien

del todo; tendré que venir un día de estos a consultar

al señor por un dolor que tengo en la espalda.

¡Bueno, hasta la vista, Madame Bovary; a su disposición;

su más humilde servidor!

Y volvió a cerrar la puerta despacio.

Emma mandó que le sirvieran la cena en su

habitación, junto al fuego, en una bandeja; comió

despacio; todo le pareció bueno.

—¡Qué prudente he sido! —se decía pensando

en los echarpes. Oyó pasos en la escalera; era León.

Se levantó y tomó de encima de la cómoda, de entre

los paños de dobladillo, el primero de la pila. Parecía

muy ocupada cuando él entró.

La conversación fue lánguida; Madame Bovary

la dejaba a cada minuto, mientras que él mismo permanecía

como totalmente cohibido. Sentado en una

silla baja, al lado de la chimenea, daba vueltas entre

los dedos al estuche de marfil; Emma clavaba su

aguja, o, de vez en cuando, con su uña, fruncía los

pliegues de la tela. Ella no hablaba; él se callaba,

cautivado por su silencio, corno si lo hubiese estado

por sus palabras.

—¡Pobre chico! —pensaba ella.

—¿En qué la habré disgustado? —se preguntaba

él.

León, sin embargo, acabó por decir que uno

de aquellos días tenía que ir a Rouen para un asunto

de su despacho.

—Su suscripción de música ha terminado,

¿he de renovarla?

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