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Madame Bovary

maldición, pero ni una sola hoja se movió.

Caía una fría lluvia, Carlos, que tenía e1 pecho

descubierto, comenzó a tiritar; entró a sentarse

en la cocina.

A las seis se oyó un ruido de chatarra en la

plaza: era «La Golondrina» que llegaba; y Carlos permaneció

con la frente pegada a los cristales viendo

bajar a los viajeros unos detrás de otros. Felicidad

le extendió un colchón en el salón, Carlos se echó

encima y se quedó dormido.

Aunque filósofo, el señor Homais respetaba a

los muertos. Por eso, sin guardar rencor al pobre

Carlos, volvió por la noche a velar el cadáver, llevando

consigo tres libros y un portafolios para tomar

notas.

El señor Bournisien se encontraba allí, y dos

grandes cirios ardían en la cabecera de la cama,

que habían sacado fuera de la alcoba.

El boticario, a quien pesaba el silencio, no

tardó en formular algunas quejas sobre aquella infortunada

mujer joven, y el sacerdote respondió que

ahora sólo quedaba rezar por ella.

—Sin embargo —replicó Homais—, una de dos:

o ha muerto en estado de gracia, como dice la Iglesia,

y entonces no tiene ninguna necesidad de nuestras

oraciones, o bien ha muerto impenitente, esta es, yo

creo, la expresión eclesiástica, y entonces…

Bournisien le interrumpió, replicando en un

tono desabrido, que no dejaba de ser necesario el

rezar.

—Pero —objetó el farmacéutico— ya que Dios

conoce todas nuestras necesidades, ¿para qué puede

servir la oración?

—¡Cómo! —dijo el eclesiástico—, ¡la oración!

¿Luego usted no es cristiano?

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