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Madame Bovary

que hacían, él se acercaba diciendo: «¿Qué decía usted?»,

y llevaba la mano a su sombrero.

Cuando llegaron a casa del herrador, en vez de

seguir la carretera hasta la barrera, Rodolfo, bruscamente,

tomó un sendero, llevándose a Madame; y

exclamó:

—¡Buenas tardes, señor Lheureux! ¡Hasta la

vista!

—¡Qué manera de despedirle! —dijo ella riendo.

—Por qué —repuso él— dejarse manejar por

los demás, y ya que hoy tengo la suerte de estar con

usted...

Emma se sonrojó. Rodolfo no terminó la frase.

Entonces habló del buen tiempo y del placer de caminar

sobre la hierba. Algunas margaritas habían

retoñado.

—¡Qué hermosas margaritas —dijo él— para

proporcionar muchos oráculos a todas las enamoradas

del país!

Y añadió:

—¿Si yo cogiera algunas? ¿Qué piensa usted?

—¿Está usted enamorado? —dijo ella tosiendo

un poco.

—¡Eh!, ¡eh!, ¿quién sabe? —contestó Rodolfo.

El prado empezaba a llenarse, y las amas de

casa tropezaban con sus grandes paraguas, sus

cestos y sus chiquillos. A menudo había que apartarse

delante de una larga fila de campesinas, criadas,

con medias azules, zapatos bajos, sortijas de

plata, y que olían a leche cuando se pasaba al lado

de ellas. Caminaban cogidas de la mano, y se extendían

a todo lo largo de la pradera, desde la línea de

los álamos temblones hasta la tienda del banquete.

Pero era el momento del concurso, y los agricultores,

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