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Madame Bovary

negro y por la cruz de honor del consejero, permanecía

completamente inmóvil, sin saber si adelantarse

o escapar, ni por qué el público la empujaba y

por qué los miembros del jurado le sonreían. Así se

mantenía, delante de aquellos burgueses eufóricos,

aquel medio siglo de servidumbre.

—¡Acérquese, venerable Catalina Nicasia Isabel

Leroux! —dijo el señor consejero, que había tomado

de las manos del presidente la lista de los galardonados.

Y mirando alternativamente el papel y a la

vieja señora, repetía con tono paternal:

—¡Acérquese, acérquese!

—¿Es usted sorda? —dijo Tuvache, saltando

en su sillón.

Y empezó a gritarle al oído:

—¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una

medalla de plata! ¡Veinticinco francos! Es para usted.

Después, cuando tuvo su medalla, la contempló.

Entonces una sonrisa de felicidad se extendió

por su cara, y se le oyó mascullar al marcharse:

—Se la daré al cura del pueblo para que me

diga misas.

—¡Qué fanatismo! —exclamó el farmacéutico,

inclinándose hacia el notario.

La sesión había terminado; la gente se dispersó;

y ahora que se habían leído los discursos, cada

cual volvía a su puesto y todo volvía a la rutina; los

amos maltrataban a los criados, y éstos golpeaban a

los animales, triunfadores indolentes que se volvían

al establo, con una corona verde entre los cuernos.

Entretanto, los guardias nacionales habían subido

al primer piso del ayuntamiento, con bollos ensartados

en sus bayonetas, y el tambor del batallón

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