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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo III

—¿Qué pasa?

Entonces la campesina, llevándola aparte, detrás

de un olmo, empezó a hablarle de su marido,

que, con su oficio y seis francos al año que el capitán...

—Termine pronto —dijo Emma.

—Bueno —repuso la nodriza arrancando

suspiros entre cada palabra—, temo que se ponga

triste viéndome tomar café sola, ya comprende, los

hombres...

—¡Pues lo tendrá —repetía Emma—, se lo

daré! ... ¡Me está cansando!

—¡Ay!, señora, a causa de sus heridas, tiene

unos dolores terribles en el pecho. Incluso dice que

la sidra le debilita.

—¡Pero acabe de una vez, tía Rolet!

—Pues mire —replicó haciéndole una reverencia

—, cuando quiera —y le dirigía una mirada

suplicante— un jarrito de aguardiente —dijo finalmente—,

y le daré friegas a los pies de su niña, que

los tiene tiernecitos como la lengua.

Ya libre de la nodriza, Emma volvió a tomar

el brazo del señor León. Caminó deprisa durante algún

tiempo; después acortó el paso, y su mirada,

que dirigía hacia adelante, encontró el hombro del

joven cuya levita tenía un cuello de terciopelo negro.

Su pelo castaño le caía encima, lacio y bien peinado.

Observó sus uñas, que eran más largas de las que se

llevaban en Yonville. Una de las grandes ocupaciones

del pasante era cuidarlas; y para este menester

tenía un cortaplumas muy especial en su escritorio.

Regresaron a Yonville siguiendo la orilla del río. En

la estación cálida, la ribera, más ensanchada, dejaba

descubiertos hasta su base los muros de las

huertas, de donde, por unos escalones, se bajaba

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