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Capítulo I

—¿Por qué nadie hasta ahora me ha expresado

sentimientos semejantes?

El pasante exclamó que las naturalezas ideales

eran difíciles de comprender. Él, desde que la

había visto por primera vez, la había amado; y se

desesperaba pensando en la felicidad que habrían

tenido si, por una gracia del azar, encontrándose

antes, se hubiesen unido uno a otro de una manera

indisoluble.

—A veces he pensado en ello —replicó Emma.

—¡Qué sueño! —murmuró León.

Y jugueteando con el ribete azul de su largo

cinturón blanco, añadió:

—¿Quién nos impide volver a empezar?

—No, amigo mío —respondió ella—. Soy demasiado

vieja, usted es demasiado joven..., ¡olvídeme!

Otras le amarán..., usted las amará.

—¡No como a usted! —exclamó él.

—¡Qué niño es! ¡Vamos, sea juicioso! ¡Se lo

exijo!

Ella le hizo ver las imposibilidades de su amor,

y que debían mantenerse como antes, en los límites

de una amistad fraterna.

¿Hablaba en serio al hablar así? Sin duda,

Emma no sabía nada ella misma, totalmente absorbida

por el encanto de la seducción y la necesidad de

defenderse de él; y contemplando al joven con una

mirada tierna, rechazaba suavemente las tímidas

caricias que sus manos temblorosas intentaban.

—¡Ah, perdón! —dijo él echándose hacia

atrás.

Y Emma fue presa de un vago terror ante

aquella timidez, más peligrosa para ella que la audacia

de Rodolfo cuando se adelantaba con los brazos

abiertos. Jamás ningún hombre le había parecido

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