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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo VIII

Y suspiró.

—¡Oh, Rodolfo!, ¡si supieras!... ¡te he querido

mucho!

Entonces ella le cogió la mano y permanecieron

algún tiempo con los dedos entrelazados, como

el primer día en los comicios. Por un gesto de orgullo,

Rodolfo luchaba por no enternecerse. Pero desplomándose

sobre su pecho, ella le dijo: —¿Cómo

querías que viviese sin ti? ¡No es posible

desacostumbrarse de 1a felicidad! ¡Estaba

desesperada!, ¡creí morir! Te contaré todo esto, ya

verás. ¡Y tú... has huido de mí!... Pues, desde hacía

tres años, él había evitado cuidadosamente encontrarse

con ella por esa cobardía natural que caracteriza

al sexo fuerte; y Emma continuaba con graciosos

gestos de cabeza, más mimosa que una gata

en celo:

—Tú quieres a otras, confiésalo. ¡Oh! ¡Lo comprendo,

vamos!, las disculpo; las habrás seducido,

como me sedujiste a mí. ¡Tú eres un hombre!, tienes

todo lo que hace falta para hacerte querer. Pero

nosotros reanudaremos, ¿verdad?, ¡nos amaremos!

¡Fíjate, me río, soy feliz! ¡Pero habla!

Y tenía un aspecto encantador, con aquella

mirada en la que temblaba una lágrima como el

agua de una tormenta en un cáliz azul.

Rodolfo la sentó sobre sus rodillas y acarició

con el revés de su mano sus bandós lisos, en los que

a la claridad del crepúsculo se reflejaba como una

flecha de oro un último rayo de sol. Emma inclinaba

la frente; él terminó besándola en los párpados,

muy suavemente, con la punta de los labios.

—¡Pero tú has llorado! — le dijo—. ¿Por qué?

Ella rompió en sollozos, Rodolfo creyó que era

la explosión de su amor; como ella se callaba, él

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