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Madame Bovary

—¡Ah!, ¡pobre piano mío!

Y cuando iban a verla no dejaba de explicar

que había abandonado la música y que ahora no

podía ponerse de nuevo a ella por razones de fuerza

mayor. Entonces la compadecían. ¡Qué lástima!,

¡ella que tenía tan buenas disposiciones! Incluso se

lo decían a Bovary. Se lo echaban en cara, y sobre

todo el farmacéutico.

—¡Hace usted mal!, nunca se deben dejar a

barbecho las dotes naturales. Además, piense, amigo

mío, que animando a la señora a estudiar, usted

economiza para más adelante en la educación musical

de su hija. Yo soy partidario de que las madres

eduquen personalmente a sus hijos. Es una idea de

Rousseau, quizás todavía un poco nueva, pero que

acabará imponiéndose, estoy seguro, como la lactancia

materna y la vacuna.

Carlos volvió a insistir sobre aquella cuestión

del piano, Emma respondió con acritud que era mejor

venderlo. Ver marchar aquel piano, que le había

proporcionado tantas vanidosas satisfacciones, era

para Madame Bovary como el indefinible suicidio de

una parte de ella misma.

—Si quisieras... —decía él—, de vez en cuando,

una lección no sería, después de todo, extremadamente

ruinoso.

—Pero las lecciones —replicaba ella— sólo resultan

provechosas si son seguidas.

Y fue así como se las arregló para conseguir

de su esposo el permiso para ir a la ciudad una

vez por semana a ver a su amante. Y al cabo de un

mes reconocieron incluso que había hecho progresos

considerables.

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