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Capítulo IX

—¡Mire!, allí va el señor Tuvache.

Carlos repitió como una máquina.

—Allí va el señor Tuvache.

Homais no se atrevió a hablarle otra vez de los

preparativos fúnebres; fue el eclesiástico quien vino

allí a resolverlo.

Carlos se encerró en su gabinete, tomó una

pluma, y, después de haber sollozado algún tiempo,

escribió.

«Quiero que la entierren con su traje de boda,

con unos zapatos blancos, una corona. Le extenderán

el pelo sobre los hombros; tres ataúdes, uno de

roble, uno de caoba, uno de plomo. Que nadie me

diga nada, tendré valor. Le pondrán por encima de

todo una gran pieza de terciopelo verde. Esta es mi

voluntad. Que se cumpla.» Aquellos señores se extrañaron

mucho de las ideas novelescas de Bovary,

y enseguida el farmacéutico fue a decirle:

—Ese terciopelo me parece una redundancia.

Además, el gasto...

—¿Y a usted qué le importa? ———exclamó

Carlos—. ¡Déjeme en paz!, ¡usted no la quería! ¡Márchese!

El eclesiástico lo tomó por el brazo para hacerle

dar un paseo por la huerta. Hablaba sobre la

vanidad de las cosas terrestres. Dios era muy grande,

muy bueno; debíamos someternos sin rechistar

a sus decretos, incluso darle gracias.

Carlos prorrumpió en blasfemias.

—¡Detesto al Dios de ustedes!

—El espíritu de rebelión no le ha dejado todavía

—suspiró el eclesiástico.

Bovary estaba lejos. Caminaba a grandes pasos,

a lo largo de la pared, cerca del espaldar, y rechinaba

los dientes, levantaba al cielo miradas de

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