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Madame Bovary

pesebre una botella de sidra dulce, volvió a montar

en su caballo que sacaba chispas con sus cuatro

herraduras. Se decía a sí mismo que sin duda

la salvarían; los médicos descubrirían un remedio,

estaba seguro. Recordó todas las curaciones milagrosas

que le habían contado. Después se le apareció

muerta. Estaba allí, tendida sobre la espalda,

en medio de la carretera. Tiraba de las riendas y la

alucinación desaparecía.

En Quincampoix, para animarse, tomó tres

cafés uno detrás de otro.

Pensó que se habían equivocado de nombre

al escribirle. Buscó la carta en el bolsillo, la palpó,

pero no se atrevió a abrirla.

Llegó a suponer que quizás era una «broma»,

una venganza de alguien, una ocurrencia de algún

juerguista, y, por otra parte, si su hija hubiera muerto

¿se sabría? ¡Pues no!, el campo no tenía nada

de extraordinario: el cielo estaba azul, los árboles

se balanceaban, pasó un rebaño de corderos. Vio el

pueblo, le vieron galopar deprisa inclinado sobre el

caballo, al que daba grandes latigazos y cuyas cinchas

goteaban sangre.

Cuando volvió en sí, cayó envuelto en llanto

en brazos de Bovary:

—¡Mi hija! ¡Emma!, ¡mi niña!, ¡explíqueme!

Y Carlos respondió sollozando:

—¡No sé, no sé!, ¡es una maldición!

El boticario los separó.

—Estos horribles detalles son inútiles. Ya informaré

al señor. Está llegando gente. Un poco de

dignidad, ¡caramba!, un poco de resignación.

Bovary quiso parecer fuerte y repitió varias

veces:

—¡Sí!..., ¡valor!

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