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Madame Bovary

hacia la fosa para sepultarse con ella.

Se lo llevaron; y no tardó en apaciguarse, experimentando

quizás, como todos los demás, la vaga

satisfacción de haber terminado.

El tío Rouault, al volver, se puso tranquilamente

a fumar una pipa, lo cual Homais, en su fuero

interno, juzgó poco adecuado. Observó igualmente

que el señor Binet se había abstenido de aparecer,

que Tuvache se «había largado» después de la misa,

y que Teodoro, el criado del notario, llevaba un traje

azul, «como si no se pudiera encontrar un traje

negro, ya que es la costumbre, ¡qué diablo!». Y para

comunicar sus observaciones, iba de corro en corro.

Todos lamentaban la muerte de Emma, y sobre todo

Lheureux, que no había faltado al entierro.

—¡Pobre señora!, ¡qué dolor para su marido!

El boticario decía:

—Sepan ustedes que, si no fuera por mí, podría

haber atentado contra su propia vida.

—¡Una persona tan buena! ¡Y decir que todavía

la vi el sábado pasado en mi tienda!

—No he tenido tiempo —dijo Homais— de

preparar unas palabras que hubiera pronunciado

sobre su tumba.

De regreso, en casa, Carlos se cambió de ropa,

y el tío Rouault volvió a ponerse la blusa azul. Estaba

nueva, y como durante el viaje se había secado

muchas veces los ojos con las mangas, había desteñido

en su cara; y la huella de las lágrimas hacía

unas líneas en la capa de polvo que la ensuciaba.

La señora Bovary madre estaba con ellos. Los tres

estaban callados. Por fin, el buen hombre suspiró.

—¿Se acuerda, amigo mío, que fui a Tostes una

vez, cuando usted acababa de perder a su primera

difunta? En aquel tiempo le consolaba. Encontraba

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