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Madame Bovary

su alma y los encajes de su falda. Además, ¿no era

«una mujer de mundo» y una mujer casada, en fin,

una verdadera amante?

Por la diversidad de su humor, alternativamente

místico o alegre, charlatán, taciturno, exaltado

o indolente, ella iba despertando en él mil deseos

evocando instintos o reminiscencias. Era la enamorada

de todas las novelas, la heroína de todos los

dramas, la vaga «ella» de todos los libros de versos.

Encontraba en sus hombros el color ámbar de la

Odalisca en el baño; tenía el largo corpiño de las

castellanas feudales; se parecía también a la Mujer

pálida de Barcelona, pero por encima de todo era un

ángel.

A menudo, al mirarla, le parecía a León que

su alma, escapándose hacia ella, se esparcía como

una onda sobre el contorno de su cabeza y descendía

arrastrada hacia la blancura de su seno.

Se ponía en el suelo delante de ella, y con los

codos sobre las rodillas la contemplaba sonriendo y

con la frente tensa.

Ella se inclinaba sobre él y murmuraba como

sofocada de embriaguez:

—¡Oh!, ¡no te muevas!, ¡no hables!, ¡mírame!

¡De tus ojos sale algo tan dulce, que me hace tanto

bien!

Le llamaba niño:

—Niño, ¿me quieres?

Y apenas oía su respuesta, en la precipitación

con que aquellos labios subían para dársela en la

boca.

Había encima del reloj de péndulo un pequeño

Cupido de bronce que hacía melindres redondeando

los brazos bajo una guirnalda dorada. Muchas veces

se rieron de él, pero cuando había que separarse

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