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Madame Bovary

rogó que se enterase en Rouen de lo que podía costar

un buen daguerrotipo; era una sorpresa sentimental

que reservaba a su mujer, una atención fina,

su retrato en traje negro. Pero antes quería saber a

qué atenerse; estas gestiones no debían de molestar

a León, puesto que iba a la ciudad casi todas las

semanas.

¿A qué iba? Homais sospechaba a este propósito

alguna aventura de joven, una intriga. Pero se

equivocaba; León no buscaba ningún amorío. Estaba

más triste que nunca, y la señora Lefrancois se

daba bien cuenta de ello por la cantidad de comida

que ahora dejaba en el plato. Para saber algo más,

preguntó al recaudador; Binet contestó en tono altanero,

que él no estaba pagado por la policía.

Su compañero, sin embargo, le parecía muy

raro, pues a menudo León se tumbaba en su silla

abriendo los brazos, y se quejaba vagamente de la

existencia.

—Es que usted no se distrae suficientemente

—decía el recaudador.

—¿Y cómo?

—Yo, en su lugar, tendría un torno.

—Pero yo no sé tornear —respondía el pasante.

—¡Oh!, ¡es cierto! —decía el otro acariciando

la mandíbula, con un aire de desdén mezclado de

satisfacción.

León estaba cansado de amar sin resultado; después

comenzaba a sentir ese agobio que causa la repetición

de la misma vida, cuando ningún interés la dirige

ni la sostiene ninguna esperanza. Estaba tan harto

de Yonville y de sus habitantes, que ver a cierta gente,

ciertas casas, le irritaba hasta más no poder; y el farmacéutico,

con lo buena persona que era, se le hacía

totalmente insoportable. Sin embargo, la perspectiva

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