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Capítulo VII

su ayuda. Pero cada vez que Felicidad nombraba a

alguien. Emma replicaba:

—¡Es posible! ¡No querrán!

—¡Y el señor que va a regresar!

—Ya lo sé... Déjame sola.

Lo había probado todo. Ya no había nada que

hacer ahora; y cuando llegara Carlos ella le diría:

—Retírate. Esa alfombra sobre la que caminas

ya no es nuestra. De tu casa ya no te queda ni

un mueble ni un alfiler ni una paja, y soy yo quien

lo ha arruinado, ¡infeliz!

Entonces habría un gran sollozo, después él

lloraría abundantemente y, por fin, pasada la sorpresa,

la perdonaría.

—Sí —murmuraba rechinando los dientes—,

me perdonará, él, que con un millón que me ofreciera,

no tendría bastante para que yo le perdonara el

haberme conocido... ¡jamás!, ¡jamás!

Esta idea de la superioridad de Bovary sobre

ella la exasperaba. Además, confesara o no inmediatamente,

luego, mañana, él no dejaría de enterarse

de la catástrofe; así que había que esperar esta horrible

escena y soportar el peso de su magnanimidad.

Le dieron ganas de volver a casa de Lheureux:

¿para qué?; de escribir a su padre, era demasiado

tarde; y tal vez se arrepentía ahora de no haber cedido

al otro, cuando oyó el trote de un caballo por la

alameda. Era él, abría la barrera, estaba más pálido

que el yeso de la pared.

Bajando a saltos la escalera, Emma se escapó

rápidamente por la plaza; y la mujer del alcalde, que

estaba hablando delante de la iglesia con Lestiboudis,

la vio entrar en casa del recaudador.

Corrió a decírselo a la señora Caron. Las dos

señoras subieron al desván; y, escondidas tras la

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