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Madame Bovary

cuando se está bien caliente, bien alimentado, pues

en fin...

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —suspiraba Emma.

—¿Se encuentra mal? —dijo el cura, adelantándose

con aire preocupado —; ¿la digestión, tal

vez? Tiene que volver a casa, Madame Bovary, tomar

un poco de té; eso la pondrá bien, o un vaso de agua

fresca con azúcar terciado.

—¿Por qué?

Y Emma parecía que se despertaba de un

sueño.

—Como se pasaba la mano por la frente, creí

que le daba un mareo.

Luego cambiando de tema:

—Pero ¿me preguntaba usted algo? ¿Qué era?

Ya no me acuerdo.

—¿Yo? Nada..., nada... —repetía Emma.

Y su mirada, que dirigía a todo su alrededor,

se paró lentamente en el anciano de sotana. Los dos

se miraban, frente a frente, sin hablar.

—Entonces, Madame Bovary —dijo por fin

el cura—, discúlpeme, pero ante todo, el deber, ya

sabe usted; tengo que atender a mis granujillas. Ya

se acercan las primeras comuniones. ¡Nos cogerán

otra vez de sorpresa, me lo estoy temiendo! ¡Por eso,

a partir de la Ascensión, los tengo aquí puntuales

una hora más! ¡Pobres niños!, nunca sería demasiado

pronto para llevarlos por el camino del Señor,

como además nos lo recomendó El mismo por boca

de su divino Hijo... Usted lo pase bien, señora; ¡saludos

a su marido!

Y entró en la iglesia, haciendo una genuflexión

desde la puerta.

Emma lo vio desaparecer entre la doble fila de

bancos, con pesado andar, la cabeza un poco torci-

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