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Capítulo III

de la luna.

León, en el suelo, al lado de ella, encontró bajo

su mano una cinta de seda color rojo vivo.

El barquero la examinó y acabó por decir:

—¡Ah!, puede que sea de un grupo que paseé

el otro día. Vinieron un montón de comediantes,

señores y señoras, con pasteles, champán, cornetines,

y toda la pesca; había uno sobre todo, un mozo

alto y guapo, con bigotito, que era muy divertido, y

decían algo así: «Vamos, cuéntanos algo..., Adolfo...,

Adolfo...», me parece.

Emma se estremeció.

—¿Te sientes mal? —dijo León acercándose a

ella.

—¡Ah!, no es nada. Sin duda, el fresco de la

noche.

—Y no deben de faltarle mujeres, tampoco —

añadió el viejo marinero, creyendo halagar al forastero.

Después, escupiendo en las manos, volvió a

coger los remos.

¡Sin embargo, hubo que separarse! Los adioses

fueron tristes. Era a casa de la tía Rolet adonde

tenía que enviar las cartas; y le hizo unas recomendaciones

tan precisas sobre el doble sobre, que León

admiró grandemente su astucia amorosa.

—Entonces, ¿me dices que todo está bien? —

le dijo ella en el último beso. —¡Desde luego que sí!

Pero, ¿por qué, pensó él después, volviendo

solo por las calles, tiene tanto interés por el poder?

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