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Madame Bovary

como si fuera un hombre; y la señora Bovary madre,

que después de una espantosa escena con su marido

había venido a refugiarse a casa de su hijo, no

fue la burguesa menos escandalizada. Muchas otras

cosas le escandalizaron; en primer lugar, Carlos no

había escuchado sus consejos sobre la prohibición

de las novelas; después, «el estilo de la casa» le desagradaba;

se permitió hacerle algunas observaciones,

y se enfadaron, sobre todo una vez a propósito de

Felicidad.

La señora Bovary madre, la noche anterior,

atravesando el corredor, la había sorprendido en

compañía de un hombre, un hombre de barba oscura,

de unos cuarenta años, y que, al ruido de sus

pasos, se había escapado rápidamente de la cocina.

Entonces Emma se echó a reír; pero la buena señora

montó en cólera, declarando que, a no ser que se

burlasen de las costumbres, debían vigilar las de los

criados.

—¿De qué mundo es usted? —dijo la nuera, con

una mirada tan impertinente que la señora Bovary le

preguntó si no defendía su propia causa.

—¡Salga de aquí! —dijo la joven levantándose

de un salto.

—¡Emma!... ¡Mamá!... —exclamaba Carlos

para reconciliarlas.

Pero las dos habían huido exasperadas.

Emma pataleaba repitiendo:

—¡Ah!, ¡qué modales!, ¡qué aldeana!

Carlos corrió hacia su madre; estaba fuera de

sus casillas, y balbuceaba:

—¡Es una insolente!, ¡una alocada!, ¡quizás

peor que eso!

Y quería marcharse inmediatamente, si su

nuera no venía a presentarle excusas. Carlos se volvió

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