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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Madame Bovary

rojiza como polvo de tabaco, amortiguaba el ruido

de los pasos, y con la punta de sus herraduras, al

caminar, los caballos se llevaban por delante las piñas

caídas.

Rodolfo y Emma siguieron así el lindero del

bosque. Ella se volvía de vez en cuando a fin de evitar

su mirada, y entonces no veía más que los troncos

de los abetos alineados, cuya sucesión continuada

le aturdía un poco. Los caballos resoplaban.

El cuero de las sillas crujía.

En el momento en que entraron en el bosque

salió el sol.

—¡Dios nos protege! —dijo Rodolfo.

—¿Usted cree? —dijo ella.

—¡Avancemos!, ¡avancemos! —replicó él.

Chasqueó la lengua. Los dos animales corrían.

Largos helechos a orilla del camino prendían

en el estribo de Emma. Rodolfo, sin pararse, se inclinaba

y los retiraba al mismo tiempo. Otras veces,

para apartar las ramas, pasaba cerca de ella,

y Emma sentía su rodilla rozarle la pierna. El cielo

se había vuelto azul. No se movía una hoja. Había

grandes espacios llenos de brezos completamente

floridos, y mantos de violetas alternaban con el revoltijo

de los árboles, que eran grises, leona dos o

dorados, según la diversidad de los follajes. A menudo

se oía bajo los matorrales deslizarse un leve

batir de alas, o bien el graznido ronco y suave de los

cuervos, que levantaban el vuelo entre los robles. Se

apearon. Rodolfo ató los caballos. Ella iba delante,

sobre el musgo, entre las rodadas.

Pero su vestido demasiado largo la estorbaba

aunque lo llevaba levantado por la cola, y Rodolfo,

caminando detrás de ella, contemplaba entre aquella

tela negra y la botina negra, la delicadeza de su

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