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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo VII

Dieron las cuatro; y ella se levantó para regresar

a Yonville obedeciendo como una autómata

al impulso de la costumbre.

Hacía bueno; era uno de esos días del mes de

marzo claros y crudos, en que luce el sol en un cielo

completamente despejado. Los ruaneses endomingados

se paseaban con aire feliz. Llegó a la plaza de

la catedral. Salían de las vísperas; la muchedumbre

salía por los tres pórticos, como un río por los tres

arcos de un puente, y, en medio, más inmóvil que

una roca, estaba el guarda de la iglesia.

Entonces recordó aquel día en que, toda ansiosa

y llena de esperanzas, había entrado en aquella

gran nave que se extendía ante ella menos profunda

que su amor; y siguió caminando, llorando

bajo su velo, distraída, vacilante, a punto de desfallecer.

—¡Cuidado! — gritó una voz desde la puerta

de un coche que se abría.

Emma se paró para dejar pasar un caballo

negro, que piafaba entre los varales de un tílburi

conducido por un caballero que llevaba un abrigo de

marta cibelina. ¿Quién era?

Ella lo conocía... El coche arrancó y desapareció.

Pero si era él, ¡el vizconde! Emma se volvió: la

calle estaba desierta. Y quedó tan abrumada, tan

triste, que se apoyó en una pared para no caer.

Después pensó que se había equivocado. De

todos modos, no sabía nada de esto. Todo en sí misma

y fuera de ella la abandonaba. Se sentía perdida,

rodando al azar en abismos indefinibles; y al llegar

a la «Croix Rouge» casi le dio alegría encontrar al

bueno del señor Homais, que miraba cómo cargaban

en «La Golondrina» una gran caja llena de productos

farmacéuticos. En su mano sostenía, en un

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