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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo V

los espacios de una melancolía sin límites. Pero Hivert,

que se daba cuenta de un contrapeso, largaba

grandes latigazos a ciegas. La tralla le pegaba en las

llagas y él caía en el fango dando un gran alarido.

Después, los viajeros de «La Golondrina» acababan

por dormirse, unos con la boca abierta, otros

con la barbilla sobre el pecho, apoyándose en el

hombro de su vecino, o bien con el brazo pasado

sobre la correa, meciéndose al compás del bamboleo

del coche; y el reflejo de la linterna que se balanceaba

fuera, sobre la grupa de los caballos de tiro, penetrando

en el interior por las cortinas de percal color

chocolate, ponía sombras sanguinolentas sobre

todos aquellos individuos inmóviles. Emma, transida

de tristeza, tiritaba bajo sus vestidos, y sentía

cada vez más frío en los pies, con la muerte en el

alma. Carlos, en casa, la esperaba; «La Golondrina»

siempre llegaba tarde los jueves. Por fin, llegaba la

señora y apenas besaba a la niña. La cena no estaba

preparada, pero no importaba, ella disculpaba a

la cocinera. Ahora parecía que todo le estaba permitido

a aquella chica.

A menudo, su marido, viéndola tan pálida, le

preguntaba si no se encontraba mal.

—No —decía Emma.

—Pero —replicaba él— estás muy rara esta

noche.

—¡Bah!, no es nada, no es nada.

Había incluso días en que, apenas llegaba a

casa, subía a su habitación; y Justino, que se encontraba

allí, circulaba silenciosamente, esmerándose

en servirla más que una excelente doncella.

Colocaba las cerillas, la palmatoria, un libro, disponía

su camisón, abría las sábanas.

—Vamos —decía ella—, está bien, ¡vete!

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