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Capítulo IX

loca haciéndole caso.

—¿Por qué?... ¡Emma! ¡Emma!

—¡Oh, Rodolfo!... —dijo lentamente la joven

mujer apoyándose en su hombro.

La tela de su vestido se prendía en el terciopelo

de la levita de Rodolfo; inclinó hacia atrás su

blanco cuello, que dilataba con un suspiro; y desfallecida,

deshecha en llanto, con un largo estremecimiento

y tapándose la cara, se entregó.

Caían las sombras de la tarde, el sol horizontal

que pasaba entre las ramas le deslumbraba los

ojos. Por un lado y por otro, en torno a ella, en las

hojas o en el suelo, temblaban unas manchas luminosas,

como si unos colibríes al volar hubiesen esparcido

sus plumas. El silencio era total; algo suave

parecía salir de los árboles; Emma se sentía el corazón,

cuyos latidos recomenzaban, y la sangre que

corría por su carne como un río de leche. Entonces

oyó a lo lejos, más allá del bosque, sobre las otras

colinas, un grito vago y prolongado, una voz que se

perdía y ella la escuchaba en silencio, mezclándose

como una música a las últimas vibraciones de sus

nervios alterados. Rodolfo, con el cigarro entre los

dientes, recomponía con su navaja una de las riendas

que se había roto.

Regresaron a Yonville por el mismo camino,

volvieron a ver sobre el barro las huellas de sus caballos,

unas al lado de las otras, y los mismos matorrales,

las mismas piedras en la hierba. Nada había

cambiado en torno a ellos; y sin embargo, para

ella había ocurrido algo más importante que si las

montañas se hubiesen desplazado. Rodolfo de vez

en cuando se inclinaba y le tomaba la mano para

besársela.

¡Estaba encantadora a caballo! Erguida, con

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