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Madame Bovary

tan guapo. Sus modales desprendían un exquisito

candor. Bajaba sus largas pestañas finas que se encontraban.

Sus mejillas de suave cutis enrojecían,

pensaba ella, del deseo de su persona, y Emma sentía

un invencible deseo de poner en ellas sus labios.

Entonces, acercándose al reloj como para mirar la

hora, dijo:

—¡Qué tarde es, Dios mío!, ¡cuánto charlamos!

ÉI comprendió la alusión y buscó su sombrero.

—¡Hasta me he olvidado del espectáculo! ¡Este

pobre Bovary que me había dejado expresamente

para eso! El señor Lormeaux, de la calle Grand—

Pont, debía llevarme allí con su mujer.

Y había perdido la ocasión, pues ella marchaba

al día siguiente.

—¿De veras? —dijo León.

—Sí.

—Sin embargo, tengo que volver a verla —replicó

él—; tenía que decirle... —¿Qué?

—¡Una cosa... grave, seria! ¡Pero no! Además,

¡usted no imposible! Si usted supiera... Escúcheme...

¿Entonces marchará, no me ha comprendido?, ¿no

ha adivinado?...

—Sin embargo, habla usted bien —dijo Emma.

—¡Ah!, ¡son bromas! ¡Basta, basta! Permítame,

por compasión, que vuelva a verla..., una vez...,

una sola.

—Bueno...

Ella se detuvo; después como cambiando de

parecer:

—¡Oh!, ¡aquí no!

—Donde usted quiera.

—Quiere usted...

Ella pareció reflexionar, y en un tono breve:

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