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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo VIII

de veinticinco francos!»

—¿Dónde está, Catalina Leroux? —repitió el

consejero.

No se presentaba, y se oían voces que murmuraban.

—Vete allí.

—No.

—¡A la izquierda!

—¡No tengas miedo!

—¡Ah, qué tonta es!

—¿Por fin está? —gritó Tuvache.

—¡Sí... ahí va!

—¡Que se acerque, pues!

Entonces vieron adelantarse al estrado a una

mujer viejecita, de aspecto tímido, y que parecía

encogerse en sus pobres vestidos. Iba calzada con

unos grandes zuecos de madera, y llevaba ceñido a

las caderas un gran delantal azul. Su cara delgada,

rodeada de una toca sin ribete, estaba más llena de

arrugas que una manzana reineta pasada, y de las

mangas de su blusa roja salían dos largas manos

de articulaciones nudosas. El polvo de los graneros,

la potasa de las coladas y la grasa de las lanas las

habían puesto tan costrosas, tan rozadas y endurecidas

que parecían sucias aunque estuviesen lavadas

con agua clara; y, a fuerza de haber servido,

seguían entreabiertas como para ofrecer por sí mismas

el humilde homenaje de tantos sufrimientos

pasados. Una especie de rigidez monacal realzaba

la expresión de su cara. Ni el menor gesto de tristeza

o de ternura suavizaba aquella mirada pálida. En el

trato con los animales, había tomado su mutismo y

su placidez. Era la primera vez que se veía en medio

de tanta gente; y asustada interiormente por las

banderas, por los tambores, por los señores de traje

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