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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo VII

sica pasaba saludando con su caja de violín. ¡Qué

lejos estaba todo aquello! ¡Qué lejos estaba!

Llamaba a Djali, la cogía entre sus rodillas,

pasaba sus dedos sobre su larga cabeza fina y le

decía:

—Vamos, besa a tu ama, tú que no tienes penas.

Después, contemplando el gesto melancólico

del esbelto animal que bostezaba lentamente, se enternecía,

y, comparándolo consigo misma, le hablaba

en alto, como a un afligido a quien se consuela.

A veces llegaban ráfagas de viento, brisas del

mar que, extendiéndose de repente por toda la llanura

del País de Caux, traían a los confines de los

campos un frescor salado.

Los juncos silbaban a ras de tierra, y las hojas

de las hayas hacían ruido con un temblor rápido,

mientras que las copas, balanceándose sin cesar,

proseguían su gran murmullo.

Emma se ceñía el chal a los hombros y se levantaba.

En la avenida, una luz verde proyectada por

el follaje iluminaba el musgo raso, que crujía suavemente

bajo sus pies. El sol se ponía; el cielo estaba

rojo entre las ramas, y los troncos iguales de los

árboles plantados en línea recta parecían una columnata

parda que se destacaba sobre un fondo dorado;

el miedo se apoderaba de ella, llamaba a Djali,

volvía de prisa a Tostes por la carretera principal, se

hundía en un sillón y no hablaba en toda la noche.

Pero a finales de septiembre algo extraordinario

pasó en su vida: fue invitada a la Vaubyessard, a

casa del marqués de Anvervilliers.

Secretario de Estado bajo la Restauración, el

marqués, que trataba de volver a la vida política, preparaba

desde hacía mucho tiempo su candidatura a

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