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Madame Bovary

—¡No!, ¡no toques!

Los niños quisieron ver las imágenes.

Dijo imperiosamente:

—¡Fuera de aquí!

Y salieron.

Él se puso a caminar primeramente de un

lado para otro a grandes pasos, teniendo el volumen

abierto entre sus dedos, haciendo girar sus ojos, sofocado,

tumefacto, apoplético. Después se fue derecho

a su discípulo, y plantándose delante de él con

los brazos cruzados:

—¡Pero es que tú tienes todos los vicios, pequeño

desgraciado! ¡Ten cuidado, estás en una pendiente...!

¡No has pensado que este libro infame podía

caer en manos de mis hijos, encender la chispa

en su cerebro, empañar la pureza de Atalía, corromper

a Napoleón! Ya está hecho un hombre. ¿Estás

seguro, al menos, de que no lo han leído? ¿Puedes

certificármelo?...

—Pero bueno, señor —dijo Emma—, ¿qué tenía

usted que decirme? —Es verdad, señora... Ha

muerto su suegro.

En efecto, el señor Bovary padre había fallecido

la antevíspera, de repente, de un ataque de apoplejía,

al levantarse de la mesa y, por exceso de precaución

para la sensibilidad de Emma, Carlos había

rogado al señor Homais que le diera con cuidado

esta horrible noticia.

Él había meditado la frase, la había redondeado,

pulido, puesto ritmo, era una obra maestra de

prudencia y de transiciones, de giros finos y de delicadezas;

pero la cólera había vencido a la retórica.

Emma, sin querer conocer ningún detalle,

abandonó la farmacia, pues el señor Homais había

reanudado sus vituperios. Sin embargo, se calmaba,

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