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Capítulo VIII

—¡Alto! — gritó el coronel—, ¡alineación izquierda!

Y después de un «presenten armas» en que se

oyó el ruido de las abrazaderas, semejante al de un

caldero de cobre que rueda por las escaleras, todos

los fusiles volvieron a su posición.

Entonces se vio bajar de la carroza a un señor

vestido de chaqué con bordado de plata, calvo

por delante, con tupé en el occipucio, de tez pálida

y aspecto bonachón. Sus dos ojos, muy abultados

y cubiertos de gruesos párpados, se entornaban

para contemplar la multitud, al mismo tiempo que

levantaba su nariz puntiaguda y hacía sonreír su

boca hundida. Reconoció al alcalde por la banda, y

le comunicó que el señor prefecto no había podido

venir. Él era consejero de la prefectura, luego añadió

algunas excusas. Tuvache contestó con cortesías, el

otro se mostró confuso y así permanecieron frente

a frente, con sus cabezas casi tocándose, rodeados

por los miembros del jurado en pleno, el consejo

municipal, los notables, la guardia nacional y el público.

El señor consejero, apoyando contra su pecho

su pequeño tricornio negro, reiteraba sus saludos,

mientras que Tuvache, inclinado como un arco, sonreía

también, tartamudeaba, rebuscaba sus frases,

proclamaba su fidelidad a la monarquía, y el honor

que se le hacía a Yonville.

Hipólito, el mozo del mesón, fue a tomar por

las riendas los caballos del cochero, y cojeando con

su pie zopo, los llevó bajo el porche del «Lion d’Or»,

donde muchos campesinos se amontonaron para

ver el coche. Redobló el tambor, tronó el cañón, y los

señores en fila subieron a sentarse en el estrado, en

los sillones de terciopelo rojo que había prestado la

señora Tuvache.

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