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Capítulo VIII

veía su consideración aniquilada, su fortuna perdida,

el porvenir

de Berta roto. ¿Por qué causa?..., ¡ni una palabra!

Esperó hasta las seis de la tarde. Por fin, no pudiendo

aguantar más, a imaginando que ella había

salido para Rouen, fue por la carretera principal,

anduvo media legua, no encontró a nadie, aguardó

un rato y regresó.

Emma había vuelto.

Se sentó ante su escritorio y escribió una carta

que cerró despacio, añadiendo la fecha del día y

la hora. Después dijo con un tosco aire solemne:

—La leerás mañana; hasta entonces, te lo

ruego, no me ha gas ni una sola pregunta:

—Pero...

—¡Oh, déjame!

Y se acostó a todo lo largo de su cama.

Un sabor acre que sentía en su boca la despertó.

Entrevió a Carlos y volvió a cerrar los ojos.

La espiaba curiosamente para comprobar si

no sufría. Pero ¡no!, nada todavía. Oía el tic—tac

del péndulo, el ruido del fuego, y a Carlos que respiraba

al lado de su cama. «¡Ah, es bien poca cosa,

la muerte! —pensaba ella—; voy a dormirme y todo

habrá terminado.»

Bebió un trago de agua y se volvió de cara a

la pared.

Aquel horrible sabor a tinta continuaba.

—¡Tengo sed!, ¡oh!, tengo mucha sed —suspiró.

—¿Pues qué tienes? —dijo Carlos, que le ofrecía

un vaso.

—¡No es nada!... Abre la ventana... ¡me ahogo!

Y le sobrevino una náusea tan repentina, que

apenas tuvo tiempo de coger su pañuelo bajo la almohada.

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