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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Madame Bovary

rompía las ramas de las alheñas para plantar árboles

en los arriates, lo cual estropeaba poco el jardín,

todo lleno de malezas; ¡se debían tantos jornales a

Lestiboudis! Después la niña tenía frío y llamaba a

su madre.

—Llama a la muchacha —decía Carlos—. Ya

sabes, hijita, que mamá no quiere que la molesten.

Comenzaba el otoño y ya caían las hojas como

hacía dos años cuando estaba enferma.

¡Cuándo acabará esto! Y Carlos continuaba

caminando con las manos detrás de la espalda.

La señora estaba en su habitación. No subían

a ella. Permanecía todo el día abotargada, a medio

vestir y, de vez en cuando, quemando pastillas del

serrallo que había comprado en Rouen en la tienda

de un argelino. Para no tener de noche a su lado a

aquel hombre que dormía, acabó, a fuerza de muecas,

por relegarlo al segundo piso; y se quedaba

hasta la madrugada leyendo libros extravagantes

donde había escenas de orgías con situaciones sangrientas.

A menudo le asaltaba el terror y lanzaba

un grito. Carlos acudía.

—¡Ah!, ¡vete! — le decía.

Otras veces, quemada más fuertemente por

aquella llama íntima avivada por el adulterio, jadeante,

conmovida, ardiente de deseos, abría la

ventana, aspiraba el aire frío, soltaba al viento su

cabellera demasiado pesada, y, mirando a las estrellas,

anhelaba amores de príncipe. Pensaba en él,

en León. Entonces habría dado todo por una sola de

aquellas citas que la saciaban.

Eran sus días de gala. Ella quería que fuesen

espléndidos, y cuando no podía pagar él solo

el gasto, ella completaba el resto liberalmente, lo

cual ocurría casi todas las veces. Él trató de hacerle

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