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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo VIII

grandes convulsiones, exclamó:

—¡Ah!, ¡esto es atroz, Dios mío!

Carlos cayó de rodillas ante su lecho.

—¡Habla!, ¿qué has comido? ¡Contesta, por el

amor de Dios!

Y la miraba con unos ojos de ternura como

ella no había visto nunca.

—Bueno, pues allá..., allá... —dijo con una

voz desmayada.

Carlos saltó al escritorio, rompió el sello y leyó

muy alto: «Que no acusen a nadie.» Se detuvo, pasó

la mano por los ojos, y volvió a leer.

—¡Cómo!... ¡Socorro!, ¡a mí!

Y no podía hacer otra cosa que repetir esta

palabra: «¡Envenenada!, ¡envenenada!»

Felicidad corrió a casa de Homais, quien repitió

a gritos aquella exclamación, la señora Lefrançois

la oyó en el «Lion d’Or», algunos se levantaron para

decírselo a sus vecinos, y toda la noche el pueblo estuvo

en vela.

Loco, balbuciente, a punto de desplomarse,

Carlos daba vueltas por la habitación. Se pegaba

contra los muebles, se arrancaba los cabellos, y el

farmacéutico nunca había creído que pudiese haber

un espectáculo tan espantoso. Volvió a casa para escribir

al señor Canivet y al doctor Lariviére. Perdía la

cabeza; hizo más de quince borradores. Hipólito fue

a Neufchâtel, y Justino espoleó tan fuerte el caballo

de Bovary, que lo dejó en la cuesta del Bois Guillaume

rendido y casi reventado. Carlos quiso hojear su diccionario

de medicina; no veía, las líneas bailaban.

—¡Calma! —dijo el boticario—. Se trata sólo

de administrar algún poderoso antídoto. ¿Cuál es el

veneno?

Carlos enseñó la carta. Era arsénico.

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