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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo VIII

—Por eso —decía Rodolfo— yo me sumo en

una tristeza...

—¡Usted! —dijo ella con asombro—. ¡Pero si

yo le creía muy alegre!

—¡Ah!, sí, en apariencia. Porque en medio del

mundo sé poner sobre mi cara una máscara burlona;

y sin embargo, cuántas veces a la vista de un

cementerio, de un claro de luna, me he preguntado

si no haría mejor yendo a reunirme con aquellos

que están durmiendo...

—¡Oh! ¿Y sus amigos? —dijo ella—. Usted no

piensa en eso.

—¿Mis amigos? ¿Cuáles? ¿Acaso tengo yo

amigos? ¿Quién se preocupa de mí?

Y acompañó estas últimas palabras con una

especie de silbido entre sus labios.

Pero tuvieron que separarse uno del otro a

causa de una pila de sillas que un hombre llevaba

detrás de ellos. Iba tan cargado que sólo se le

veía la punta de los zapatos y el extremo de sus dos

brazos abiertos. Era Lestiboudis, el enterrador, que

transportaba entre la muchedumbre las sillas de la

iglesia.

Con gran imaginación para todo lo relativo a

sus intereses había descubierto aquel medio de sacar

partido de los «comicios»; y su idea estaba dando

resultado, pues no sabía ya a quién escuchar. En

efecto, los aldeanos, que tenían calor, se disputaban

aquellas sillas cuya paja olía a incienso, y se apoyaban

contra sus gruesos respaldos, sucios de la cera

de las velas, con una cierta veneración.

Madame Bovary volvió a tomar el brazo de

Rodolfo; él continuó como hablándose a sí mismo:

—¡Sí!, ¡tantas cosas me han faltado!, ¡siempre

solo! ¡Ah!, si hubiese tenido una meta en la vida, si

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