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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo IX

—¡Perdón! —dijo Homais—. Admiro el cristianismo.

Primero liberó a los esclavos, introdujo en el

mundo una moral...

—¡No se trata de eso! Todos los textos...

—¡Oh!, ¡oh!, en cuanto a los textos, abra la

historia; se sabe que han sido falsificados por los

jesuitas.

Entró Carlos, y, acercándose a la cama, corrió

lentamente las coronas:

Emma tenía la cabeza inclinada sobre el hombro

derecho. La comisura de su boca, que seguía

abierta, hacía como un agujero negro en la parte

baja de la cara; los dos pulgares permanecían doblados

hacia la palma de las manos; una especie

de polvo blanco le salpicaba las cejas, y sus ojos

comenzaban a desaparecer en una palidez viscosa

que semejaba una tela delgada, como si las arañas

hubiesen tejido allí encima.

La sábana se hundía desde los senos hasta

las rodillas, volviendo después a levantarse en la

punta de los pies; y a Carlos le parecía que masas

infinitas, que un peso enorme pesaba sobre ella.

El reloj de la iglesia dio las dos. Se oía el gran

murmullo del río que corría en las tinieblas al pie de

la terraza. El señor Bournisien de vez en cuando se

sonaba ruidosamente y Homais hacía rechinar su

pluma sobre el papel.

—Vamos, mi buen amigo —dijo—, retírese,

este espectáculo le desgarra.

Una vez que salió Carlos, el farmacéutico y el

cura reanudaron sus discusiones.

—¡Lea a Voltaire! —decía uno—; lea a D’Holbach,

lea la Enciclopedia.

—Lea las Cartas de algunos judíos portugueses

—decía el otro—; lea la Razón del cristianismo,

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