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Capítulo II

tó ella.

—No, pero me gusta mucho la música —respondió

él.

—¡Ah!, no le haga caso, Madame Bovary —

interrumpió Homais, inclinándose sobre su plato—,

es pura modestia.

Cómo, querido. ¡Eh!, el otro día, en su habitación,

usted estaba cantando L’ange gardien, de maravilla.

Yo le escuchaba desde el laboratorio; modulaba

aquello como un actor.

En efecto, León vivía en casa del farmacéutico,

donde tenía una pequeña habitación en el segundo

piso, sobre la plaza. Se ruborizó ante el elogio de su

casero, quien ya se había vuelto hacia el médico y le

estaba enumerando uno detrás de otro los principales

habitantes de Yonville. Contaba anécdotas, daba

información; no se conocía con exactitud la fortuna

del notario y «estaba también la casa Tuvache» que

eran muy pedantes. Emma replicó:

—¿Y qué música prefiere usted?

—¡Oh!, la música alemana, la que invita a soñar.

—¿Conoce usted a los italianos?

—Todavía no; pero los veré el año próximo,

cuando vaya a vivir a París para acabar mi carrera

de Derecho.

—Es lo que tenía el honor —dijo el farmacéutico—

de explicar a su marido, a propósito de ese

pobre Yanoda que se ha fugado; usted se encontrará

disfrutando, gracias a las locuras que él hizo, de

una de las casas más confortables de Yonville. Lo

más cómodo que tiene para un médico es una puerta

que da a la «Avenida» y que permite entrar y salir

sin ser visto.

Además, está dotada de todo lo que resulta

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