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Capítulo IX

media blanca, que le parecía algo de su desnudez.

Emma se paró.

—Estoy cansada —dijo.

—¡Vamos, siga intentando! —repuso él—.

¡Ánimo!

Después, cien pasos más adelante, se paró de

nuevo; y a través de su velo, que desde su sombrero

de hombre bajaba oblicuamente sobre sus caderas,

se distinguía su cara en una transparencia azulada,

como si nadara bajo olas de azul.

—¿Pero adónde vamos?

Él no contestó nada. Ella respiraba de una

forma entrecortada. Rodolfo miraba alrededor de él

y se mordía el bigote.

Llegaron a un sitio más despejado donde habían

hecho cortas de árboles.

Se sentaron sobre un tronco, y Rodolfo empezó

a hablarle de su amor.

No la asustó nada al principio con cumplidos.

Estuvo tranquilo, serio, melancólico.

Emma le escuchaba con la cabeza baja, mientras

que con la punta de su pie removía unas virutas

en el suelo.

Pero en esta frase:

—¿Acaso nuestros destinos no son ya comunes?

—¡Pues no! —respondió ella—. Usted lo sabe

bien. Es imposible.

Emma se levantó para marchar. Él la cogió

por la muñeca. Ella se paró. Después, habiéndole

contemplado unos minutos con ojos enamorados y

completamente húmedos, le dijo vivamente:

—¡Vaya!, no hablemos más de esto... ¿dónde

están los caballos? ¡Volvámonos!

Él tuvo un gesto de cólera y de fastidio. Ella

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