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ENDER EL XENOCIDA Orson Scott Card - los dependientes

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− Ahora empiezan las muertes.<br />

− Es curioso que las comenzara tu pueblo y no <strong>los</strong> humanos.<br />

− Tu pueblo las comenzó también, cuando librasteis vuestras guerras con <strong>los</strong> humanos.<br />

− Nosotros <strong>los</strong> empezamos, pero las terminaron el<strong>los</strong>.<br />

− ¿Cómo se las arreglan estos humanos para empezar con tanta inocencia y acabar siendo al final<br />

<strong>los</strong> que más sangre tienen en las manos?<br />

Wang−mu contemplaba las palabras y números que se movían en la pantalla situada sobre el<br />

terminal de su señora. Qing−jao estaba dormida, respirando suavemente sobre su esterilla.<br />

Wang−mu también había dormido durante un rato, pero algo la había despertado. Un grito, no muy<br />

lejano; tal vez un grito de dolor. Fue parte del sueño de Wang−mu, pero cuando se despertó oyó <strong>los</strong><br />

últimos sonidos en el aire. No era la voz de Qing−jao. Un hombre quizás, aunque el sonido era<br />

agudo. Un sonido quejumbroso. Hizo que Wang−mu pensara en la muerte.<br />

Pero no se levantó a investigar. No era su misión hacerlo, sino estar con su señora en todo<br />

momento, a menos que ella le indicara lo contrario. Si Qing−jao necesitaba oír la noticia de lo que<br />

había causado aquel grito, otra criada vendría y despertaría a Wang−mu, quien a su vez despertaría<br />

a su señora, pues cuando una mujer tenía una doncella secreta, y hasta que tuviera marido, sólo las<br />

manos de la doncella secreta podían tocarla sin invitación.<br />

Así, Wang−mu permaneció tendida, esperando a ver si alguien venía a decirle a Qing−jao por qué<br />

un hombre había gritado con tanta angustia, lo bastante cerca para que se oyera en esta habitación<br />

situada al fondo de la casa de Han Fei−tzu. Mientras esperaba, sus ojos se sintieron atraídos por la<br />

pantalla móvil mientras el ordenador ejecutaba la búsqueda que Qing−jao había programado.<br />

La pantalla dejó de moverse. ¿Había algún problema? Wang−mu se levantó, apoyándose en un<br />

brazo, lo suficiente para leer las palabras más recientes aparecidas en la pantalla. La búsqueda había<br />

terminado. En esta ocasión el informe no era uno de <strong>los</strong> cortos mensajes de fracaso: NO<br />

ENCONTRADO. NINGUNA INFORMACIÓN. NINGUNA CONCLUSIÓN. Esta vez el mensaje<br />

era un informe.<br />

Wang−mu se levantó y se dirigió al terminal. Hizo lo que Qing−jao le había enseñado, pulsar la<br />

clave que almacenaba toda la información actual para que el ordenador pudiera guardarla. Entonces<br />

se acercó a Qing−jao y colocó delicadamente una mano sobre su hombro.<br />

Qing−jao se despertó casi de inmediato, pues dormía alerta.<br />

−La búsqueda ha encontrado algo −anunció Wang−mu. Qing−jao apartó su sueño tan fácilmente<br />

como podría haberlo hecho con una chaqueta suelta. En un momento, se encontró ante el terminal<br />

leyendo las palabras que había allí.<br />

−He encontrado a Demóstenes −dijo.<br />

−¿Dónde está ese hombre? −preguntó Wang−mu, sin aliento.<br />

El gran Demóstenes..., no, el terrible Demóstenes. "Mi señora quiere que lo considere un enemigo."<br />

Pero el Demóstenes, en cualquier caso, cuyas palabras la habían impresionado tanto cuando oyó a

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