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ENDER EL XENOCIDA Orson Scott Card - los dependientes

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−Maestro Han, no me estás despidiendo, ¿verdad?<br />

−No. Creía que te estaba dando las gracias.<br />

Dejó a Mu−pao y recorrió la casa. Qing−jao no estaba en su habitación. Eso no constituía ninguna<br />

sorpresa. Pasaba la mayor parte del tiempo atendiendo a las visitas. Eso convendría a sus<br />

propósitos. Allí la encontró, en la habitación de la mañana, con tres viejos agraciados muy<br />

distinguidos de la ciudad situada a doscientos kilómetros de distancia.<br />

Qing−jao <strong>los</strong> presentó graciosamente y entonces adoptó el papel de hija sumisa en presencia de su<br />

padre. Él se inclinó ante cada uno de <strong>los</strong> hombres, pero luego encontró ocasión para extender la<br />

mano y tocar<strong>los</strong>.<br />

Jane había explicado que el virus era extremadamente contagioso. La simple cercanía física bastaba,<br />

pero el contacto lo haría más seguro.<br />

Y después de saludar a las visitas, el Maestro Han se volvió hacia su hija.<br />

−Qing−jao, ¿recibirás un regalo de mi parte?<br />

Ella se inclinó y respondió amablemente.<br />

−Sea lo que sea lo que me haya traído mi padre, lo recibiré agradecida, aunque sé que no soy digna<br />

de su atención.<br />

El Maestro Han extendió <strong>los</strong> brazos y la atrajo hacia sí. La sintió envarada e incómoda en su abrazo:<br />

no había hecho un acto impulsivo ante dignatarios desde que ella era una niña pequeña. Pero la<br />

abrazó de todas formas, con fuerza, pues sabía que su hija nunca le perdonaría lo que este abrazo<br />

traía consigo, y por tanto era consciente de que ésta sería la última vez que estrecharía en sus brazos<br />

a Gloriosamente Brillante.<br />

Qing−jao sabía lo que significaba el abrazo de su padre. Le había visto hablar en el jardín con<br />

Wang−mu. Había visto la aparición de la nave en forma de almendra en la orilla del río. Le había<br />

visto tomar la ampolla de manos del desconocido de ojos redondos, y beberla. Luego acudió allí, a<br />

esta habitación, a recibir a las visitas en nombre de su padre. "Cumplo con mi deber, mi honrado<br />

padre, aunque tú te dispongas a traicionarme."<br />

E incluso ahora, sabiendo que su abrazo era su esfuerzo más cruel para arrancarla de la voz de <strong>los</strong><br />

dioses, consciente de que la respetaba tan poco que creía poder engañarla, recibió sin embargo todo<br />

lo que él estuviera decidido a darle. ¿No era acaso su padre? El virus del mundo de Lusitania podría<br />

o no robarle la voz de <strong>los</strong> dioses; ella no alcanzaba a imaginar lo que <strong>los</strong> dioses permitirían hacer a<br />

sus enemigos. Pero estaba claro que si rechazaba a su padre y le desobedecía, <strong>los</strong> dioses la<br />

castigarían. Era mejor permanecer digna ante <strong>los</strong> dioses mostrando el debido respeto y obediencia a<br />

su padre, que desobedecerle en nombre de <strong>los</strong> dioses y hacerse por tanto indigna de sus dones.<br />

Así, recibió el abrazo e inspiró profundamente su aliento. Después de hablar brevemente con sus<br />

invitados, su padre se marchó. Los invitados tomaron su visita como una señal de honor, tan<br />

fielmente había ocultado Qing−jao la loca rebelión de su padre contra <strong>los</strong> dioses, que Han Fei−tzu<br />

era todavía considerado el hombre más grande de Sendero. Ella les habló con suavidad, sonrió<br />

graciosamente y <strong>los</strong> despidió. No les dio a entender que llevaban consigo un arma. ¿Por qué habría

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