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ENDER EL XENOCIDA Orson Scott Card - los dependientes

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de hacerlo? Las armas humanas no serían de ninguna utilidad contra el poder de <strong>los</strong> dioses, a menos<br />

que <strong>los</strong> dioses lo desearan. Y si <strong>los</strong> dioses deseaban dejar de hablar a la gente de Sendero, entonces<br />

éste bien podría ser el disfraz que hubieran elegido para su acción. "Que parezca a <strong>los</strong> no creyentes<br />

que el virus lusitano de mi padre nos aparta de <strong>los</strong> dioses; yo sabré, como lo sabrán todos <strong>los</strong><br />

hombres y mujeres de fe, que <strong>los</strong> dioses hablan a quien desean, y nada hecho por manos humanas<br />

podría detener<strong>los</strong> si el<strong>los</strong> así lo desean." Todos <strong>los</strong> actos eran vanidosos. Si el Congreso creía que<br />

habían causado que <strong>los</strong> dioses hablaran en Sendero, que siguieran creyéndolo. Si su padre y <strong>los</strong><br />

lusitanos pensaban que iban a causar que <strong>los</strong> dioses guardaran silencio, que lo pensaran. "Yo sé que,<br />

si soy digna, <strong>los</strong> dioses me hablarán."<br />

Unas pocas horas más tarde, Qing−jao se sintió mortalmente enferma. La fiebre la golpeó como el<br />

puño de un hombre fuerte; se desplomó y apenas advirtió que <strong>los</strong> criados la llevaban a su cama.<br />

Acudieron <strong>los</strong> doctores, aunque ella podría haberles dicho que no había nada que pudieran hacer y<br />

que con su visita sólo se expondrían a la infección. Pero no dijo nada, porque su cuerpo se debatía<br />

con demasiada fiereza contra la enfermedad. O, más bien, su cuerpo se debatía para rechazar sus<br />

propios tejidos y órganos, hasta que por fin la transformación de sus genes quedó completa.<br />

Incluso así, tardó tiempo en purgarse de <strong>los</strong> viejos anticuerpos.<br />

Qing−jao durmió y durmió.<br />

Era una tarde brillante cuando despertó.<br />

−Hora −dijo el ordenador de su habitación con voz ronca, y anunció la hora y el día.<br />

La fiebre le había robado dos días de su vida. Ardía de sed. Se levantó y caminó tambaleándose<br />

hasta el cuarto de baño, abrió el grifo, llenó una taza y bebió y bebió hasta quedar saciada.<br />

Permanecer de pie la mareó. La boca le sabía agria. ¿Dónde estaban <strong>los</strong> criados que tendrían que<br />

haberle dado alimento y bebida durante su enfermedad? "Debían de estar también enfermos. Y<br />

padre..., tuvo que caer enfermo antes que yo. ¿Quién le llevará agua?"<br />

Lo encontró durmiendo, empapado en sudor frío, temblando. Lo despertó con una taza de agua, que<br />

bebió ansiosamente, mientras la miraba a <strong>los</strong> ojos. ¿Interrogando? O tal vez suplicando perdón.<br />

"Haz tu penitencia a <strong>los</strong> dioses, padre; no debes ninguna disculpa a una simple hija."<br />

Qing−jao también encontró a <strong>los</strong> sirvientes, uno a uno, algunos de el<strong>los</strong> tan leales que no se habían<br />

acostado, y habían caído donde sus deberes requerían que estuvieran. Todos estaban vivos. Todos<br />

se recuperaban, y pronto estarían en pie otra vez. Sólo después de atender<strong>los</strong>, se dirigió Qing−jao a<br />

la cocina y encontró algo que comer. No pudo contener la primera comida que tomó. Sólo una sopa<br />

ligera, tibia. Llevó sopa a <strong>los</strong> demás, que también comieron.<br />

Pronto todos estuvieron en pie y recuperados. Qing−jao reunió a <strong>los</strong> criados y llevó agua y sopa a<br />

las casas vecinas, ricas y pobres por igual. Todos agradecieron lo que les llevó, y muchos musitaron<br />

plegarias a su favor. "No estaríais tan agradecidos −pensó Qing−jao−, si supierais que la<br />

enfermedad que habéis sufrido procedió de la casa de mi padre, por su voluntad."<br />

Pero guardó silencio.<br />

En todo ese tiempo, <strong>los</strong> dioses no le exigieron ninguna purificación.

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