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ENDER EL XENOCIDA Orson Scott Card - los dependientes

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destrozado. Una esposa. Una esposa nunca vista. Entonces debemos estar cerca del centro del<br />

bosque, y ese gigante debe ser el árbol−madre."<br />

−¡Aquí hay un árbol asesino si alguna vez he visto uno!<br />

Alrededor del perímetro del claro donde se alzaba el gran árbol, <strong>los</strong> árboles menores empezaron<br />

súbitamente a inclinarse, y luego se desplomaron, rotos sus troncos. Por un momento, Grego pensó<br />

que eran <strong>los</strong> humanos talándo<strong>los</strong>, pero entonces advirtió que no había nadie cerca de aquel<strong>los</strong><br />

árboles. Se quebraban el<strong>los</strong> so<strong>los</strong>, lanzándose a la muerte para aplastar a <strong>los</strong> humanos asesinos en<br />

un intento por salvar al árbol−madre.<br />

Por un instante, funcionó. Los hombres gritaron en agonía; tal vez una docena o dos fueron<br />

aplastados o quedaron atrapados o rotos bajo <strong>los</strong> árboles caídos. Pero todos <strong>los</strong> que podían caer<br />

terminaron por hacerlo, y el árbol−madre continuaba allí, el tronco ondulando extrañamente, como<br />

si estuviera en marcha una extraña peristalsis, deglutiendo profundamente.<br />

−¡Dejadlo vivir! −gritó Grego−. ¡Es el árbol−madre! ¡Es inocente!<br />

Pero <strong>los</strong> gritos de <strong>los</strong> heridos y atrapados ahogaron su voz, igual que el terror cuando advirtieron<br />

que el bosque podía contraatacar, que éste no era un juego vengativo de justicia y retribución, sino<br />

una guerra real, donde ambos bandos eran peligrosos.<br />

−¡Quemadlo! ¡Quemadlo!<br />

El cántico era tan intenso que ahogaba también <strong>los</strong> gritos de <strong>los</strong> moribundos. Y ahora las ramas y<br />

hojas de <strong>los</strong> árboles caídos se estiraron hacia el árbol−madre. Los hombres encendieron esas ramas,<br />

que ardieron rápidamente. Unos cuantos se dieron cuenta de que si el fuego arrasaba el árbol−madre<br />

también quemaría a <strong>los</strong><br />

hombres atrapados, y empezaron a intentar rescatar<strong>los</strong>. Pero la mayoría quedó prendida en la pasión<br />

de su éxito. Para el<strong>los</strong>, el árbol−madre era Guerrero, el asesino. Era todo lo que resultaba extraño en<br />

este mundo, el enemigo que <strong>los</strong> mantenía recluidos en una verja, el terrateniente que <strong>los</strong> había<br />

restringido arbitrariamente a un pequeño pedazo de tierra en un mundo tan amplio. El árbol−madre<br />

era todo opresión y autoridad, todo extrañeza y peligro, y el<strong>los</strong> lo habían conquistado.<br />

Grego retrocedió ante <strong>los</strong> gritos de <strong>los</strong> hombres atrapados que contemplaban el avance del fuego,<br />

ante <strong>los</strong> aullidos de <strong>los</strong> hombres a quienes las llamas habían alcanzado ya, ante el cántico triunfal de<br />

<strong>los</strong> hombres que habían cometido este asesinato.<br />

−¡Por Quim y Cristo! ¡Por Quim y Cristo!<br />

Grego estuvo a punto de echar a correr, incapaz de soportar todo lo que podía ver y oler y oír, las<br />

brillantes llamas anaranjadas, el olor de la carne quemada, el chasquido de la madera viva ardiendo.<br />

Pero no corrió. En cambio, trabajó junto a <strong>los</strong> hombres que avanzaban hacia las llamas para liberar<br />

a <strong>los</strong> otros hombres atrapados en <strong>los</strong> árboles caídos. Estaba chamuscado, y una vez sus ropas<br />

empezaron a arder, pero aquel caliente dolor no fue nada, casi lo agradecía, porque era el castigo<br />

que merecía. Debería morir en este lugar. Incluso debería de haberlo hecho, debería de haberse<br />

internado profundamente en las llamas y no salir hasta que su crimen quedara purgado y todo<br />

cuanto restara de él fueran huesos y cenizas, pero todavía había personas heridas que sacar del<br />

alcance del fuego, todavía había vidas que salvar. Además, alguien le apagó las llamas del hombro

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