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ENDER EL XENOCIDA Orson Scott Card - los dependientes

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− Entonces no podemos impedir que investiguen la descolada. Tenemos que ayudar<strong>los</strong>. Aunque<br />

estuvieran a punto de destruir nuestro bosque, no tenemos más remedio que ayudar<strong>los</strong>.<br />

− Sabíamos que llegaríais a esa conclusión.<br />

− ¿Lo sabíais?<br />

− Por eso estamos construyendo naves para <strong>los</strong> pequeninos. Porque sois capaces de ser sabios.<br />

A medida que la noticia de la restauración de la Flota Lusitania se extendía entre <strong>los</strong> agraciados por<br />

<strong>los</strong> dioses de Sendero, empezaron a visitar la casa de Han Fei−tzu para presentarle sus respetos.<br />

−No quiero ver<strong>los</strong> −dijo Han Fei−tzu.<br />

−Tienes que hacerlo, padre. Es correcto que vengan a honrarte por un éxito tan importante.<br />

−Entonces iré y les diré que fue todo cosa suya, y que yo no tuve nada que ver.<br />

−¡No! −gimió Qing−jao−. No debes hacer eso.<br />

−Es más, les diré que pienso que fue un gran crimen y que causará la muerte de un espíritu noble.<br />

Les diré que <strong>los</strong> agraciados de Sendero son esclavos de un gobierno cruel y pernicioso, y que<br />

debemos redoblar nuestros esfuerzos para destruir al Congreso.<br />

−¡No me hagas oír eso! −chilló Qing−jao−. ¡Esas cosas no se pueden decir!<br />

Y era cierto. Si Wang−mu observó desde la esquina cómo <strong>los</strong> dos, padre e hija, empezaban cada<br />

uno un ritual de purificación, Han Fei−tzu por haber pronunciado palabras rebeldes y Han Qing−jao<br />

por haberlas oído. El Maestro Fei−tzu nunca diría aquellas cosas a otras personas, porque aunque lo<br />

hiciera, el<strong>los</strong> verían cómo tenía que purificarse de inmediato, y lo considerarían una prueba de que<br />

<strong>los</strong> dioses repudiaban sus palabras. "Los científicos que el Congreso empleó para crear a <strong>los</strong><br />

agraciados realizaron bien su trabajo −pensó Wang−mu−. Incluso sabiendo la verdad, Han Fei−tzu<br />

está indefenso."<br />

Así, fue Qing−jao quien se reunió con <strong>los</strong> visitantes que acudieron a la casa y aceptó graciosamente<br />

sus alabanzas en nombre de su padre. Wang−mu permaneció con ella durante las primeras visitas,<br />

pero le resultó insoportable escuchar una y otra vez el relato de Qing−jao acerca de cómo su padre y<br />

ella habían descubierto la existencia de un programa de ordenador que habitaba en la red filótica de<br />

<strong>los</strong> ansibles, y cómo sería destruido. Una cosa era saber que, en su corazón, Qing−jao no creía estar<br />

cometiendo asesinato, y otra muy distinta oírla alardear de cómo sería llevado a cabo.<br />

Pues no hacía más que alardear, aunque sólo Wang−mu lo sabía. Qing−jao concedía todo el crédito<br />

a su padre, pero ya que Wang−mu sabía que todo era cosa de Qing−jao, sabía también que cuando<br />

describía el hecho como un digno servicio a <strong>los</strong> dioses, en realidad estaba alabándose a sí misma.<br />

−Por favor, no me hagas quedarme y seguir escuchando −suplicó Wang−mu.<br />

Qing−jao la estudió por un momento, juzgándola. Entonces contestó, fríamente.<br />

−Vete si quieres. Veo que sigues estando cautiva de nuestro enemigo. No te necesito.<br />

−Por supuesto que no. Tienes a <strong>los</strong> dioses −replicó Wang−mu, pero al decirlo no pudo esconder la

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